Siempre me viene a la mente aquel maldito gato rojo, y no sé si estuvo bien lo que hice. Todo empezó estando yo sentada encima de un montón de piedras junto al cráter de una bomba que había en nuestro jardín. El montón de piedras es la mitad más grande de nuestra casa. La mitad más pequeña todavía sigue en pie y es ahí donde vivimos yo y mi madre y Meter y Leni, éstos son mis hermanos pequeños. Bueno, estoy sentada ahí encima de las piedras, allí crece por todas partes hierba, espigas y otros matojos. Tengo en la mano una pieza de pan ya duro, pero mi madre dice que el pan duro es más sano que el pan del día. En realidad es porque, según ella, el pan duro hay que masticarlo más tiempo, con lo que se queda una satisfecha con poco. Yo no estoy de acuerdo. De repente se me cae un trocito al suelo. Me agacho, pero en ese mismo momento sale una pata roja de entre las espigas y se lleva el pan. Me quedé con cara de tonta mirando lo rápido que desapareció. Y en esas, veo que entre las espigas había un gato sentado, rojo como un zorro y delgadísimo. “Maldita bestia”, le digo mientras le tiro una piedra. No le quería dar, sólo quería ahuyentarlo. Pero tuve que haberle dado porque gritó, aunque sólo una vez, pero de una forma que parecía un niño. No salió corriendo. Entonces me dio pena haberle dado y lo estuve llamando pero no salió de entre las ortigas. Respiraba muy rápido. Vi cómo la roja piel de su barriga se hinchaba y se deshinchaba. Me miró fijamente con sus ojos verdes. Entonces le pregunté: “¿Qué es lo que quieres?”. Eso era de locos, porque él no era ninguna persona para que yo le estuviera hablando. Entonces me enfadé con él y también conmigo mismo y dejé de mirarlo y me zampé mi pan. El último trozo se lo eché al gato y me marché furiosa.
Fragmento de Die rote Katze de Luise Rinser
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